martes, 10 de diciembre de 2013
martes, 3 de diciembre de 2013
Gilbert Highet. «Nota sobre el Barroco», en La tradición clásica
En el término «barroco» se suele ver
un derivado del español barrueco o del portugués barroco,
palabras que significan ‹perla irregular›. Una perla regular es una esfera
perfecta; una perla irregular es una esfera que se prolonga y se estira en un
punto, hinchándose y casi quebrándose, pero sin estallar hecha pedazos. Así,
«barroco» significa ‹belleza comprimida pero a punto de romper sus barreras›1.
El arte del Renacimiento es la perla
perfecta. El arte de los siglos XVII y XVIII, durante el período que media
entre el Renacimiento y la época de las revoluciones, es la perla barroca. El
significado esencial de la palabra es la interacción de fuertes emociones y
frenos sociales, estéticos, intelectuales, morales y religiosos más fuertes
aún. Lo que solemos ver ahora en la literatura y en el arte barrocos es su
solemnidad, su simetría y su frigidez. Lo que los hombres y mujeres de la época
barroca veían en ellos era la tensión creada por una ardiente pasión y un
dominio firme y frío. Esta pugna se manifiesta hasta en la vida y en el
carácter de aquellos hombres. El propio Rey Sol resumía en sí mismo el
conflicto cuando huía de la voluptuosa Montespan para caer en brazos de la
serena y espiritual Maintenon. Macaulay expone hermosamente este dualismo en su
retrato de Guillermo III de Inglaterra:
Nació dotado de violentas pasiones y de una sensibilidad ardiente:
pero el mundo no sospechaba la fuerza de sus emociones. Sus alegrías y sus
penas, sus afectos y sus resentimientos estaban ocultos para la multitud tras
una máscara de flemática serenidad que lo hacía pasar por el hombre más frío
del mundo. Quienes le llevaban buenas noticias rara vez podían descubrir
alguna muestra de gusto. Quienes lo veían después de una derrota espiaban en
vano alguna señal de despecho. Alababa y reprendía, recompensaba y
castigaba con la impasible tranquilidad de un cacique piel roja; pero quienes
lo conocían bien y lo veían de cerca se daban cuenta de que bajo todo ese hielo
ardía constantemente un fuego devorador. Rara vez ocurría que la ira le hiciera
perder los estribos. Pero cuando montaba en cólera, el primer estallido de su
pasión era terrible. Era verdaderamente temerario acercarse a él entonces. Sin
embargo, en estas raras ocasiones, tan pronto como recobraba el gobierno de sí
mismo, daba tan amplia satisfacción a aquellos a quienes había agraviado, que
éstos se sentían tentados a desear que montara en cólera de nuevo. Sus afectos
eran tan impetuosos como su ira. Cuando amaba, amaba con toda la energía de su
poderoso espíritu. Cuando la muerte lo separaba de los seres que amaba, los
pocos testigos de sus agonías temblaban por su razón y por su vida2.
Esta misma tensión caracteriza la obra de los artistas y escritores
barrocos. Se la puede ver en
sus sátiras y epigramas, llenos de ponzoña pero también de cortesía; en sus tragedias,
apasionadas pero medidas con regla y compás; en las estatuas de
santas y místicas, arrobadas en éxtasis, que parecen desfallecer, que casi
expiran, casi vuelan a lo alto, pero retratadas por el artista en una postura elegante, y con sus
ricas vestiduras dispuestas en pliegues muy estudiados; en las iglesias,
catedrales y palacios, solemnes y estrictamente simétricos, en que la planta,
grandiosa y austera, contrasta con la gracia y delicadeza de la decoración
—motivos ornamentales de flores y hojas, graciosas estatuas y bustos-, en que
hay suntuosos colores, carmesí, morado y oro, columnas artificiosamente
curvadas y arcos que se precipitan desde lo alto, brillante iluminación y
opulentas fábricas; la música, en el contraste que hay entre los preludios o
las tocatas de Bach, que dejan rienda suelta a la fantasía y a la emoción, y
las fugas que siguen a esas composiciones y las dominan, y que son rígidamente
formales y trabajadas con la disciplina de la inteligencia; y también en las cadencias
de ópera, increíblemente complicadas, a lo largo de las cuales la voz del
cantante, como un pájaro que lucha por huir, revoloteaba, subía, más cada vez,
se remontaba a las alturas, para luego hundirse, regresando a la tónica y a la
orquesta que aguardaba, para terminar una aria pomposa3.
Los más grandes artistas barrocos, los que más intensamente
caracterizan su época, son los siguientes: Bernini en la escultura
y la arquitectura; Adam, Churriguera, Bernini, Vanbrugh y Wren en la arquitectura; Los hermanos Asam en
las artes decorativas; Rembrandt en el grabado y la pintura; El Greco, Poussin, Rubens,
Ticiano, Tiepolo, Velázquez y el Veronés en la pintura; Bach, Haendel, Lully,
Monteverdi Alessandro y Domenico Scarlatti en la música; Góngora en la poesía; Calderón en el teatro;
Swift en la sátira; Boileau en la sátira y en la crítica; Pope en las sátiras y en las
epístolas en verso; Dryden en la sátira y en la tragedia; Corneille y Racine en
la tragedia; Metastasio en la tragedia en forma de ópera; Purcell en la ópera; Molière en la comedia;
Bossuet en la oratoria; Fielding en la novela heroico-burlesca; Gracián en el diálogo y el
tratado filosóficos; y, finalmente, Gibbon
en la historia.
En la obra de todos estos diversos artistas, pertenecientes a tantos
países, ¿qué papel desempeñó la influencia grecorromana?
En primer lugar, proporcionó temas, que van desde la trama de una
tragedia hasta el minúsculo motivo ornamental de un vaso, una pared o un
mueble. A despecho de la resistencia de los «modernos», Roma volvía a renacer
en los suntuosos palacios, las inmensas catedrales, las largas y derechas
carreteras y las ciudades geométricamente planeadas que se construyeron en toda
Europa durante esa época. (Algunos de los «modernos», como el arquitecto
Perrault, contribuyeron en realidad al renacimiento). La más grande de las
heroínas de Racine es una princesa griega prehistórica. El primero de los
grandes poemas barrocos de Góngora habla del homérico y ovidiano Polifemo. La
mejor de las óperas de Purcell tiene como asunto el amor de Dido y Eneas. La
melodía más conocida de Haendel viene de una ópera cuyo tema es Jerjes. Pope y
Boileau lucharon por reencarnar a Horacio en sí mismos, y en parte lo
consiguieron. Gibbon consagró su vida a escribir la historia del tardío Imperio
romano, con ritmos y períodos que eran a su vez conscientemente romanos.
En segundo lugar, proporcionó formas: las formas de la tragedia, de
la comedía, de la sátira, del retrato de caracteres, del discurso, el diálogo
filosófico, la oda pindárica y horaciana y muchas otras.
Lo que es más importante, actuó como fuerza refrenadora. En cuanto
tal, todos le daban la bienvenida. Los hombres y mujeres de esa época sentían
los peligros de la pasión, y buscaban todos los medios adecuados para
gobernarla. La religión era uno de esos medios, el más grande. El prestigio
social era otro: dar libre rienda a una emoción violenta no era cosa de buen
tono. No menos poderoso era el ejemplo de la moral grecorromana (del estoicismo
en particular) y del arte grecorromano, con su combinación de dignidad y
pureza. Raras, rarísimas veces es grotesco e innoble el arte grecorromano,
mientras que el arte medieval sí suele serlo. (Compárese el castigo de los
condenados en el infierno clásico con las torturas, más terribles pero a
menudo bajas y sucias, de los condenados en el infierno de Dante.) Por eso su
ejemplo puede ayudar a los hombres modernos a pasar por alto o menospreciar
las bajezas que se ocultan en todo corazón humano, y a alcanzar la nobleza,
aunque sea con el aparente sacrificio de la individualidad. Los jesuítas, esos
sutiles psicólogos, sabían que, enseñada como es debido, la literatura clásica
tenía que purificar el corazón y levantar el alma; y ellos llegaron a ser el
más notable grupo de maestros clásicos que ha visto el mundo moderno. En una
lista de los discípulos cuya inteligencia formaron con la lectura y el amor de
los clásicos entraría un número y una variedad increíble de genios: Tasso,
Lope de Vega, Molière, Descartes, Voltaire...
La utilización de la literatura y las bellas artes clásicas como freno
moral se hizo con buen discernimiento. Su utilización como norma estética se hizo
al principio con buen discernimiento también, y después se la exageró hasta
transformarlas, no en una norma reguladora, sino en una fuerza entorpecedora y
paralizante. Por ejemplo, la tragedia barroca se sujetó, en nombre de
Aristóteles, a cierto número de preceptos que Aristóteles nunca había
concebido como tales preceptos, y, prosiguiendo el mismo movimiento
refrenador, a muchos otros que lo hubieran divertido o espantado. Esta
exageración es la que suele recibir el nombre de «clasicismo», término bastante bueno en inglés, con tal que no se
le tome para denotar «el empleo de modelos clásicos» en general4.
Más tarde, la era revolucionaria descubriría que la literatura y el pensamiento
grecorromanos pueden significar no sólo freno, sino también liberación; y cuando
los revolucionarios volvieron la espalda al clasicismo de la época barroca no
hacían a un lado a Grecia y Roma, sino que las exploraban más profundamente.
Por último, la literatura, la mitología, el arte y el pensamiento
clásicos contribuyeron a realizar la unidad intelectual de Europa y de las dos
Américas. A lo largo de los siglos XVII
y XVIII los clásicos proporcionaron un reino común de imaginación y discusión
en el cual podían encontrarse, como iguales, espíritus separados por la lengua,
la distancia y el credo. Trascendieron las nacionalidades y tendieron puentes
sobre los abismos religiosos. Tuvieron la misma función que la Iglesia
católica en la Edad Oscura y la Edad Media, y suscitaron un renacimiento
espiritual, y por lo mismo más duradero, de la cultura griega y romana en la
forma de un imperio que congregaba las almas de los hombres occidentales.
Notas
1)
La etimología de la palabra «barroco» que aquí exponemos es la que se ha
aceptado durante largo tiempo, la que se encuentra, por ejemplo, en el
Oxford English Dictionary. El primero que asoció las palabras baroque
y barrueco fue Gilles Ménage en su Dictionnaire
étymologique de la langue françoise
(1694); en 1755 la adoptó Winckelmann en sus Send-schreiben. Pero hay otra etimología, propuesta por
Karl Borinski, en Die Antike in Poetik und Kunsttheorie, vol. I, Mittelalter,
Renaissance, Barock, Leipzig,
1914 (Das Erbe der Alten, vol. IX),
pp. 303-304 —a Borinski debo las referencias a Ménage y a Winckelmann— y por
Benedetto Croce en su Storia della età barocca in Italia, Barí, 1929
(Scritti di storia letteraria e politica, vol. XXIII), pp. 20-40. Estos dos
autores derivan la palabra de baroco, término mnemotécnico de la lógica
escolástica que designa un tipo de silogismo que se empleaba para apoyar
argumentos traídos por los pelos. Frases como argomento in baroco,
observa Croce, se fueron difundiendo hasta que finalmente la gente acabó por
decir discorsi barocchi dando a entender «razonamientos extravagantes o
capciosos», y la palabra vino a significar «extremadamente ingenioso», «extraordinariamente
intrincado». Borinski (op. cit., pp. 199-200) persigue la huella de
este significado hasta llegar a Baltasar Gracián (que, en su teoría de la
«agudeza», habla de los «argumentos conceptuosos», de la «ingeniosa ilación»,
de la «consecuencia extravagante y recóndita»), y relaciona toda esta
tendencia con el conceptismo, la búsqueda de conceptos intelectualmente
elaborados hasta el extremo que fueron ya frecuentes en el Renacimiento, pero
que llegaron a ser una verdadera plaga en la época que le sucedió. Estaría, en
consecuencia, íntimamente emparentado con el empleo de «metafísico» en la
literatura del siglo XVII.
Esta etimología, a pesar de tener una
connotación intelectual más bien que estética, como la que se da en el texto,
presenta sin embargo, en gran medida, el mismo significado fundamental de «tensión». Quiere decir que la razón
domina, pero que se la ha empujado a un extremo remoto, hasta perder casi el
equilibrio. Este significado armoniza
también con la descripción de la tensión barroca que se ofrece en el texto,
pues la idea de barroco no es única y monolítica, sino dual: o «belleza que
casi quiebra la superficie de la esfera», o «inteligencia empujada por la
fantasía hasta un extremo extravagante».
La palabra tuvo al
principio un sentido peyorativo, muy cercano de «grotesco»: sobre sus
connotaciones alemanas véase Mark, James. «The uses of the term
baroque», en Modern Language Review, vol. XXXIII,
1938, pp. 547-563. La extensión del término barroco para denotar de
manera general el arte y el pensamiento ambiciosos y solemnes del siglo XVII y
principios del XVIII es muy reciente. Hay un buen estudio de algunas de sus
principales significaciones en Weisbach, Werner. Der Barock ais Kunst der
Gegenreformation, Berlín, 1921. Ningún estudio de este tema sería completo
sin el estupendo artículo sobre la historia del término y su rápida expansión
durante los últimos trescientos años por Wellek, René. «The
concept of baroque in literary scholarship», en The Journal of Aesthetics
and Art Criticism, vol. V, 1946, núm. 2, pp.
77-109. En este mismo número del Journal hay valiosos artículos por
Stechow, Wolfgang. «Definitions of the baroque in the visual arts» y Daniells, Roy. «English baroque and deliberate obscurity».
Pero la comprensión
intelectual del término es inútil sin la apreciación estética y sentimental.
Ésta sólo puede lograrse escuchando la música de la era barroca, viendo sus
obras teatrales, caminando en torno a sus nobles y graciosos edificios,
estudiando su pintura y leyendo su prosa, buscando en todo ello no sólo su
contenido, sino también su estilo. Los libros de Sacheverell Sitwell,
Southern baroque art (Londres, 1924), Germán baroque art (Londres,
1927) y Spanish baroque art (Londres, 1931), escritos todos ellos de
manera exquisita, incitan la imaginación de sus lectores. Respecto a otras
obras sobre el particular véase la rica bibliografía del artículo citado de
Wellek.
2) Macaulay.
The history of England from the accension of James II, cap. VII, hacia el comienzo. El retrato que hace Saint-Simon del Duque de
Borgoña (sobre este personaje véase infra, pp. 78-79) deja la misma
impresión de enérgico freno impuesto sobre violentas pasiones:
Mgr le duc de Bourgogne étoit né avec un naturel à faire trembler. Il étoit fougueux jusqu'à vouloir briser ses
pendules, lorsqu'elles sonnoient l'heure qui l'appeloit à ce qu'il ne vouloit
pas, et jusqu'à s'emporter de la plus étrange manière contre la pluie, quand
elle s'opposoit à ce qu'il vouloit faire…
D'ailleurs, un goût ardent le portoit à tout ce qui est deféndu au corps
et à l'esprit… Tout ce qui est plaisir, il l'aimoit avec une passion
violente, et tout cela avec plus d'orgueil et de hauteur qu'on ne peut
exprimer... Le prodige est qu'en très-peu de temps la dévotion et la grâce en
firent un autre homme, et changèrent tant et de si redoutables défauts en vertus
parfaitement contraires... La violence qu'il s'étoit faite sur
tant de défauts et tous véhéments, ce désir de perfection... le faisoit
excéder, dans le contre-pied de ses défauts, et lui inspiroit une austerité
qu'il outroit en tout.
De hecho, uno de los
principales ideales de la época barroca fue
el Monarca Clemente, el hombre que, como Augusto, sumaba a un vasto poder
una sobrehumana bondad y un severo dominio de sí mismo. Aparece este ideal en
muchas obras teatrales y en muchos tratados políticos, y fue llevado a la apoteosis por Mozart en
dos de sus óperas: La clemenza di Tito y Die Entführung aus dem Serail.
3) El célebre eunuco Farinelli, uno de los
más grandes cantantes de todos los tiempos, podía ejecutar, sobre una sola
sílaba de un aria, una cadencia que abarcaba dos octavas y comprendía ciento
cincuenta y cinco notas, y terminaba con un largo trino. Hay una transcripción
de esta especie de obra maestra en Grount, Donald J. A short history of opera, Nueva York,
1947, vol. I, p. 195.
4) Véase el estudio que H. Peyre hace de este concepto: ¿Qué es el clasicismo?, trad. de J. Calvo, México.
1953 (Breviarios del Fondo de Cultura Económica, 73). Peyre observa que
en inglés, a diferencia del francés, sí se pueden emplear las palabras «clasicismo» y «clasicizar» para denotar
un formalismo extremado que va más allá de cualquier cosa deducible de la literatura griega y romana.
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